Carta de amor a Nueva York

1 year ago 95

Los neoyorquinos suelen decir que una de las mejores formas de identificar a alguien que acaba de llegar a la ciudad es ver si está mirando hacia arriba, a las puntas a veces imperceptibles de los rascacielos. Es un poco como los sueños que uno trae con sus maletas al desembarcar en Nueva York, tan difíciles de discernir como esos picos de metal.

Pero en ocasiones, no pocas ocasiones, uno acaba tocando la cima. Y el camino hasta conseguirlo puede hacerse tan cuesta arriba como una perpendicular hacia el cielo.

En los meses de confinamiento durante la pandemia, recuerdo bajar por la Quinta Avenida con las calles casi completamente vacías. Los semáforos funcionaban. En algún cruce, podías dar con un coche de policía o con una ambulancia. Pero era inevitable no marearse ante la perspectiva de altura de unos edificios que me engullían con cada pedaleo.

La espectacularidad del escenario no evitó que me sintiera solo; muy solo. El reflejo de miles de ventanas y el frío de las aceras vacías pesaban demasiado después de semanas en las que el contacto físico con amigos y familiares fue imposible. Volver a casa significaba volver a comer solo, a ver la televisión solo, a dormir solo. Por desgracia, era una sensación conocida.

El tour de los contrastes

En mi primer año en Nueva York, fui incapaz de hacer amigos. Me encerré en el trabajo y en Twitter. El punto de inflexión lo marcó una quedada de españoles en un ático en Brooklyn desde el que se veía todo el skyline de la ciudad.

Sentía que por enésima vez, tras años de empezar de cero en otras ciudades, debía hacer amigos para salir del atolladero. Intenté iniciar conversaciones, ser simpático, pero no demasiado simpático, quizá incluso conseguir un número de teléfono para volver a quedar con todos ellos en un futuro.

No hubo éxito con lo del teléfono.

Horas después, una chica navarra y yo nos quedamos fuera de una discoteca sin posibilidad de contactar con los que restaban dentro. En vez de esperar de nuevo la cola, decidimos coger un taxi hacia el Bronx para acabar varados en el barrio de Astoria, en Queens.

Por puro instinto fiestero, a mi amiga le atrajeron unas luces y la música que se escapaban por la puerta de un local de look ochentero lujoso al otro lado de la acera. Nos colamos en una comunión mexicana bailando entre niños, pero un guarda de seguridad nos echó a los pocos minutos: “¿Creíais que no me iba a dar cuenta de que no erais parte de la celebración?”.

Para no dejar la noche en un punto bajo, terminamos cantando Bisbal en un local de karaoke dominicano antes de volver a casa al Bronx, cerrando una noche que habría sido incapaz de escribir en ningún otro lugar de en los que he vivido. Fue una noche que me sirvió para forjar mi primer vínculo de amistad con el grupo que acabaría siendo mi familia neoyorquina durante varios años.

Aquel día, mis amigos lo titulan ahora como el tour de los contrastes, en referencia a una popular atracción turística que te lleva en furgoneta por cuatro de los cinco distritos de la ciudad.

Los distritos

He tenido amigos en esos cuatro distritos, pero de la quincena que éramos en 2019 solo quedábamos cuatro cuando la pandemia arrasó la ciudad. Algunos perdieron su trabajo; otros, lo consiguieron en otro lugar; a los demás simplemente se les había extinguido la mecha. Para 2021, de esos 15 quedábamos dos.

En esos cuatro años, mi presencia y mis raíces también se habían asentado en la ciudad, por mucho que la mayoría de mis amigos se hubieran ido. La chica dominicana de la lavandería me llamaba con cariño Emiliano. Nunca quise corregirla. La mujer india del Dunkin’ Donuts me saludaba con efusividad todas las mañanas pese a que nunca la vi hacerlo con nadie más. El camarero salvadoreño de mi restaurante favorito siempre me abrazaba al llegar para preguntarme inmediatamente después si quería empezar con una caña gallega. Y el hombre que recogía plásticos de las basuras para meterlos en el carro que siempre arrastraba, quizá su casa a cuestas, me ayudó a enseñarle algunos trucos a Wenta, la perra que se sumó a mi vida tras cuatro años viviendo en la Gran Manzana.

Todos ellos podían haber sido un rostro más de entre los millones que pueblan Nueva York.

El metro

Siempre que me preguntan por lo que hace especial a esta ciudad, hago referencia a mis trayectos en metro desde el Bronx hasta Lower Manhattan en los que veo a miles de esos millones de rostros. Para los iniciados, ese camino es como recorrer toda la parte este de la isla de Manhattan en línea recta desde el río Harlem hasta Battery Park, el parque cerca de Wall Street desde el que se ve la Estatua de la Libertad.

En el inicio de la ruta, en la calle 138, los vagones están casi enteramente repletos de hispanos y afroamericanos de clase media y trabajadora. Muchos bajan a Manhattan para trabajar en tiendas, bares y restaurantes. Más de ellos se suman en Harlem, a la altura de la 125. Conforme el tren se adentra en el Upper East Side, suben jóvenes profesionales blancos y asiáticos de las partes altas del barrio. De la 76 a la 68 es difícil ver a señores y señoras del dinero viejo de Nueva York. Esos no suelen coger el metro. Los turistas empiezan a ocupar espacios en cuanto pasamos la perpendicular de Central Park a la altura de la 59. Los universitarios y sanitarios de Kips Bay cogen sitio sobre la 33. Y a partir de la 14 de Union Square la edad ya se ha desplomado hasta que solo quedan los que viajan a Brooklyn tras terminar su jornada de trabajo y aquellos veinte y treintañeros dispuestos a comerse la noche en Lower Manhattan.

Akash

Hace años, habría visto esa diversidad de gentes como una mera curiosidad. Ahora, la admiro porque algunos de esos rostros que nacieron en lugares tan distintos al mío son las personas que en los últimos años han hecho que considere a Nueva York como mi segundo hogar. Y la admiro también por considerarla parte indispensable del experimento que es Nueva York, un lugar en el que se mezclan la soledad, las decepciones, pero también los sueños de millones de quienes vinimos a este lugar a definir nuestro futuro.

En mi penúltimo día en la ciudad, un chico indio llamad Akash me ayudó a mover un sofá desde mi casa del Bronx hasta la de un amigo en Manhattan. Llevaba solo nueve meses viviendo en Nueva York y hablaba con la pasión de alguien que cree con firmeza en el sueño americano. “Puedes conseguir lo que quieras”, me repetía constantemente en una conversación en la que me contó toda su biografía. Estudió ingeniería en la India, sacó buenas notas, ganó concursos y acabó recibiendo una beca para estudiar en Estados Unidos. Terminó en el estado de Michigan, rodeado de gente blanca que no siempre lo miró con respeto. Pero descartó desilusionarse con las tensiones raciales de este país porque su propósito era triunfar.

El pasado noviembre, fundó su propia empresa de mudanzas. Programó un bot para que le llamara automáticamente por teléfono cada vez que alguien solicitaba un presupuesto en alguna de las apps donde opera y así estar atento a cualquier potencial nuevo cliente. A mí ese bot me escribió un texto introductorio al son de ‘Hello, Emilio’ que yo pensé que estaba escrito por una persona. Cuando hice una pregunta sobre el servicio, el chico me llamó de forma casi instantánea. Su amabilidad, adaptabilidad y un presupuesto más que razonable me bastaron para contratarlo.

Llevamos el sofá, le pagué y se fue corriendo a otra cita en Brooklyn para la que llegaba un poco tarde. Se olvidó dos destronilladores. Horas después, vino al Bronx a por ellos y se despidió. Solo así podía llegar a los 2.500 dólares diarios que decía estar ganando con 15 horas de trabajo al día. No tengo dudas de que en unos años será millonario.

El futuro

Puede que Akash ya no mirara a los rascacielos como tantos otros neoyorquinos novatos, pero podías percibir en el brillo de sus ojos que tenía la mirada puesta muy arriba. Y es posible que él también sienta o vaya a sentir la soledad que muchas veces te hace sentir Nueva York. O que todavía no le sonrían cuando pide un café o una cerveza. Pero soy optimista con Akash porque a mí Nueva York, aparte de con soledad, también me golpeó con ambición y fortaleza. Y todos aquellos vínculos que me costó definir cuando acababa de llegar son vínculos que aprendí a fundar y cuidar conforme la ciudad me hizo empatizar con todas esas caras que a veces me devolvían la mirada en el metro.

En el fondo, todos queríamos conseguir nuestro sueño mientras sorteábamos ratas, comíamos pizzas de 1 dólar y nos dormíamos en el metro cuando volvíamos agotados a casa. Porque entre el caos de los transbordos del metro y el silencio de las paredes interminables de los rascacielos sobre todo hay gentes; ricas y pobres; negras y blancas: asiáticas, africanas, latinoamericanas y europeas; pero ante todo, gentes que miran al cielo buscando una punta que poder tocar con el dedo.

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